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julio 21, 2024

Extraído de El Economista
Escrito por Raghuram G. Rajan

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En muchos países, el panorama político está cambiando drásticamente, lo que posiblemente augure políticas más radicales tanto en Estados Unidos como en Europa. Frente al envejecimiento de la sociedad, a la desglobalización, al cambio climático, al sentimiento antiinmigración y a los avances tecnológicos, los bancos centrales sentirán presión desde muchos frentes diferentes en los próximos años.

Una preocupación obvia es la política fiscal y la deuda. Cuando los políticos radicales llegan al poder, rara vez tienen a la austeridad en mente. La mayoría llega con grandes planes audaces que requieren aumentos gigantescos del gasto. (El presidente argentino, Javier Milei, es una excepción, en parte porque fue electo para revertir las políticas de los radicales que gobernaron antes que él).

Pero los líderes moderados también sentirán una mayor presión para gastar en los próximos años. Es probable que las tasas de interés reales (ajustadas por inflación) regresen a su tendencia de largo plazo, lo que significa que los costos del pago de la deuda se comerán un porcentaje mayor de los presupuestos de los gobiernos. El gasto militar, sin duda, también aumentará, dado el estado de la geopolítica, y el gasto en educación probablemente tenga que subir en tanto los gobiernos intentan preparar a sus poblaciones para una era de inteligencia artificial. Además de todo esto, el gasto y los subsidios relacionados con el cambio climático se han vuelto más urgentes. La disfunción política hace difícil gravar las emisiones, lo que sería mas prudente desde un punto de vista fiscal, o aumentar los ingresos tributarios de manera más general.

Todo este gasto neto adicional implica que los bancos centrales tendrán que compensar los impulsos expansionistas de los gobiernos con una política más ajustada. Pero dado que muchos países ya están altamente endeudados, tasas de política reales más altas y sostenidas alimentarán las dudas sobre la sustentabilidad de la deuda. ¿Los bancos centrales cederán y permitirán un mayor crecimiento de los precios, con la esperanza de desinflar parte de la deuda? ¿O se pondrán firmes frente a sus respectivos gobiernos, aumentarán las tasas y correrán el riesgo de un momento Liz Truss? Cuando las prioridades fiscales y los niveles de deuda determinan el alcance de la política monetaria, los economistas hablan de “dominancia fiscal”. Probablemente esto suceda con más frecuencia en el futuro.

¿Qué se puede decir de las tendencias demográficas?

Charles Goodhart y Manoj Pradhan creen que, con el achicamiento de la población en edad laboral de China, y el envejecimiento de las poblaciones en otras partes, el crecimiento se desacelerará dada la caída de la fuerza laboral. Mientras tanto, el gasto aumentará –en parte, para satisfacer la necesidad de una mayor atención de la gente mayor– y el crecimiento salarial quizá se fortalezca frente a la escasez de trabajadores. Todo esto resultará inflacionario.

Por supuesto, otros creen que los ahorros aumentarán con el envejecimiento y que la inmigración a países que envejecen ayudará a evitar las escaseces laborales. Pero dado el rechazo manifiesto de muchos países que envejecen a aceptar grandes cantidades de inmigrantes, este escenario optimista parece menos factible.

Desde que Donald Trump impuso enormes aranceles a las importaciones de China, hemos sido testigos de un retorno generalizado del proteccionismo, lo que se tradujo, en primer lugar, en una inversión transfronteriza menor. Hasta el momento, el comercio ha ayudado, en parte porque se están enviando insumos chinos a otros países para un ensamblaje final antes de que lleguen a Estados Unidos. Pero si Trump regresa a la Casa Blanca en enero, intentará poner fin a este tipo de trasbordo, aumentando, al mismo tiempo, los aranceles en general.

La desglobalización seguirá haciendo subir el precio de los productos extranjeros. Pero que este proceso sea o no inflacionario tal vez dependa de cómo se desarrolle el proceso. Como observan Ludovica Ambrosino, Jenny Chan y Silvana Tenreyro en un trabajo en curso, si los aranceles son repentinos, la inflación se disparará significativamente, y a los bancos centrales les resultará difícil evitar un aumento de las tasas de interés.

Los investigadores sugieren que, en el mediano plazo, los importadores domésticos recurrirán a proveedores alternativos, y como la economía será más pobre y el consumo más bajo (cada dólar de gasto comprará menos importaciones), la inflación disminuirá. Curiosamente, si los precios de las importaciones más altos surten efecto de manera gradual, una caída de la demanda en anticipación a precios más elevados de las importaciones podría conducir a una desaceleración de la inflación para los bienes domésticos, lo que permitiría mantener contenida la inflación en general. En consecuencia, el proteccionismo puede hacer subir los precios de las importaciones, pero como también nos vuelve más pobres y deprime la demanda, tal vez la inflación no aumente demasiado.

Ahora bien, debemos contextualizar esta visión relativamente benigna frente a nuestra experiencia en las décadas de globalización previas a la crisis financiera global, cuando la inflación cayó en todo el mundo. Si la globalización hizo bajar la inflación, ¿la desglobalización no debería hacerla subir?

Esto es lo que sostienen Hassan Afrouzi, Marina Halac, Kenneth Rogoff y Pierre Yared. La desglobalización, al reducir la competencia, impulsará las ganancias monopólicas y, por ende, hará que crezca la tentación de los bancos centrales de permitir una mayor inflación (como una manera de erosionar esas ganancias y sustentar el porcentaje de producción de los trabajadores). Por supuesto, la desglobalización también podría incrementar el poder sindical que, bajo las mismas suposiciones, debería mitigar esta tentación. Pero dado que la globalización estuvo acompañada de una inflación más baja, al menos deberíamos estar preparados para la posibilidad de que la desglobalización haga exactamente lo contrario.

La transición a una economía de bajas emisiones de carbono complicará aún más el panorama. Como sugiere un trabajo en curso de Luca Fornaro, Veronica Guerrieri y Lucrezia Reichlin, la regulación verde suele imponer costos adicionales a las fuentes de energía sucia, a veces al punto de que los bancos ni siquiera financian ese tipo de proyectos. Pero mientras la energía sucia sea un insumo de producción necesario, la producción que dependa de ella será mas cara. Y cuando la demanda aumente, las empresas tendrán que usar más energía sucia, lo que hará subir los costos y los precios de la producción aún más.

Para contener la inflación, las políticas de los bancos centrales tendrán que ser mucho más ajustadas y eso implicará un crecimiento más lento. Esto también puede desacelerar el giro de la demanda hacia energía verde e inhibir la inversión en renovables (lo cual, en el mediano plazo, aliviaría la dependencia de combustibles fósiles). Frente a esta perspectiva, los bancos centrales con una mentalidad verde razonablemente querrán ser más tolerantes con una inflación más alta, para facilitar la transición verde.

La mayoría de las fuerzas y dinámicas que se discuten aquí ejercen presión hacia una inflación más elevada. Es verdad, si la productividad aumenta como resultado de avances tecnológicos como la implementación generalizada de IA, las presiones inflacionarias podrían moderarse debido a una oferta mayor y más económica. En este punto, sin embargo, hay más de esperanza que de realidad.

Quizá la mayor preocupación sea que, con la demanda de un cambio por parte de los electorados, los líderes radicales creen las condiciones para una inflación más alta , por ejemplo, frenando la inmigración o gastando sin restricciones, aun si con esto erosionan la independencia del banco central. Eso sucedió con regularidad en el pasado, y las consecuencias no fueron agradables. Tal vez tengamos que volver a aprender las lecciones pasadas por las malas.

 

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